Despertando el sentido del asombro

(Moisés S. Palmero Aranda Educador ambiental) Haciendo esnórquel en la playa del Peñón del Moro de Guardias Viejas, recordé a Rachel Carson y su artículo El sentido del asombro, que su prematuro fallecimiento impidió que lo desarrollase y lo convirtiese en un libro. Desde ese momento la he tenido presente mientras paseábamos entre flamencos camino del Faro del Sabinal, a bordo del Polaris V disfrutando de los delfines mulares de Aguadulce, observando la luna creciente por los senderos de Punta Entinas, sobre la cubierta del Anne Bonny y en el laboratorio a pie de playa de Villa África acariciando hojas de posidonia y contando por qué nada un delfín entre las estrellas.

Carson, bióloga marina, tuvo gran repercusión por sus libros superventas de divulgación de los ecosistemas marinos en EE.UU., pero fue La primavera silenciosa, de 1962, el que la hizo mundialmente reconocida. Exponía el peligro, la contaminación y los efectos perjudiciales producidos por diferentes pesticidas, entre ellos el DDT, al que llamaba “elixir de muerte”, que la industria química producía para acabar con los insectos, por ejemplo, los mosquitos que transmitían la malaria a las tropas estadounidenses en las islas del Pacífico o para evitar las plagas en los cultivos que luego nos comemos. Como no son nada selectivos, exterminaban la base de la cadena trófica, provocando la muerte de millones de animales y causando muchas enfermedades, como el cáncer y alteraciones genéticas en los seres humanos.

Este inspirador e influyente libro fue el detonante para que el movimiento ecologista tomase relevancia, ya que sus investigaciones pusieron la base para que la ciudadanía tomase conciencia de las consecuencias éticas y legales que acarrean nuestras acciones, el mal llamado progreso, en el Medio Ambiente y para desarrollar leyes ambientales de protección de la naturaleza y la salud de las personas.

Un debate inconcluso de plena actualidad, porque, gracias a los nuevos conocimientos y el desarrollo de la tecnología, aun sabiendo las graves consecuencias ambientales para el futuro del clima del planeta, los ecosistemas y las especies que los conforman, entre ellas la nuestra, seguimos destruyendo, contaminando y jugando a ser dioses que buscan la inmortalidad y el beneficio económico por encima de todo.

Muchos científicos la acusaron de fantasiosa y sufrió la persecución de las industrias a las que señalaba y que querían prohibir su libro. No olvidemos que esta industria tenía un gran auge, aún lo sigue teniendo, y que al inventor del DDT lo habían premiado con el Nobel 14 años antes. Seis décadas después, inmersos en la sexta gran extinción, en plena emergencia climática y Cambio Global, con el neoliberalismo como pilar de nuestra economía y sociedad consumista, su profecía de un mundo sin aves y otros animales va camino de cumplirse.

Para evitar este camino autodestructivo, Carson hablaba de la importancia de despertar el asombro en los niños, porque una vez inculcado, se convertirá en ese nuevo sentido, esa emoción, que nos hará vibrar, preguntarnos y buscar las respuestas ante el vuelo de una libélula, la migración de un vencejo o los sombreros de conchas que los erizos de mar usan para camuflarse y proteger la madreporito, vital para su supervivencia.

Cuenta la manera en la que, jugando con su sobrino, intentaba despertar este asombro por lo que le rodeaba, desde el olor de una tormenta, el tacto aterciopelado del musgo, el canto de los grillos durante la noche u observando la estructura de una telaraña. Recomendando a los padres desarrollar este sentido sin preocuparse de los nombres y las explicaciones científicas que hay detrás de cualquier especie y su relación e importancia en el ecosistema. Basta con despertar el sentimiento de pertenencia, de escucha, de relación que tenemos con lo que nos rodea, de ser conscientes de que somos un minúsculo e insignificante elemento de la naturaleza, de la que formamos parte y de la que, por supuesto, no somos dueños. Ya habrá tiempo de aprender datos y listas taxonómicas.

Aquella mañana, a los pies del castillo, mientras controlaba la respiración y pensaba en las actividades que estaban por venir, entendí que aún no he perdido la capacidad de asombrarme. En los días posteriores, coincidiendo con varias niñas y sus familias que participan en todas las actividades, descubrí que, sin haber sido muy consciente de ello, estoy contribuyendo a despertar su sentido del asombro. Ese descubrimiento volvió a asombrarme y me ensanchó el alma.

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