La tribu de la Escuela Pública

(Moisés S. Palmero Aranda, Educador ambiental) Comencé la semana con una llamada de FAPACE, la Federación de Asociaciones de Familias del Alumnado de Centros de Educación Pública de Almería, para informarme de que le iban a conceder un reconocimiento por su trabajo a la Asociación de Educación Ambiental El árbol de las piruletas de la que formo parte. La sorpresa, como comprenderán, engordó mi ego, que por si no lo saben, tiene su pequeño reino en el ombligo de cada uno.

En mi propia nube, continúe con mi rutina, que para nada es rutinaria. No sé si fue por la llamada, que me hizo afrontarla de otra manera, pero la semana fue muy agradable, detalle que alimentó un poquito más mi ego pensando que el mérito era mío. Tres mañanas paseé por los cuatro bosques de Murgí con unos 150 alumnos de 5º y 6º de primaria del CEIP Loma de Santo Domingo de El Ejido. El jueves conté, a un número similar de niños de la misma edad, Un delfín entre las estrellas gracias a Afim21 en el Madre de la Luz de Almería. Y la terminé en el CEIP La Canal de Vícar, grabando diferentes debates en Radio La Canal, con unos 100 alumnos, algunos no dominan el español, desde 3º de primaria hasta 2º de la ESO.

Si alguna pelusilla podía desmerecer mi admirado ombligo fue pasarme por la Feria del Libro, donde me hacen sentir como un pez agonizante arrollado por la corriente al remanso de paz del olvido. Sin embargo, hasta esa incómoda situación, volvió a sobrealimentar mi ego, al comprobar que todo lo que escribí, volvería a firmarlo, añadiendo un soberbio ¡os lo dije!, y una enseñanza aprendida de la experiencia, que además de vulgar, considero muy ilustrativa: a quien le untan vaselina ya sabe lo que le espera. Pero no lo haré, he aprendido las lecciones, es preferible no salir en la foto, a salir borroso y desfigurado, y es más rentable hablar a la espalda que dar la cara.

Con el ombligo henchido fui al Congreso de FAPACE para celebrar su 45 aniversario que llevaba por título La Educación Pública es imprescindible. No sé muy bien lo que pasó, pero entré inflado como un gallo de pelea, y salí más ligero, con una gran cicatriz en el vientre y un corazón de manzana, con forma de estrella, latiendo en mi pecho.

Fue muy sutil, apenas me di cuenta, pero fui recibiendo suaves pinchazos para desinflamar lo que yo creía una virtud, y era solo un tumor, un lastre, un peso muerto al confundir autoestima con ego. El catedrático Santos Guerra, las experiencias de maestras, familias, asociaciones y administraciones que forman la comunidad educativa de la Escuela Pública, me recordaron que se necesita toda la tribu para educar un niño; que no hay linterna que ilumine todo el mar, sino una red de pequeños faros que protegen trocitos de la costa, unos más escarpados, otros de bonitas playas; que en la educación no hay un norte magnético que marque el rumbo, sino que las brújulas señalan infinitas posibilidades y direcciones a las que aventurarse en un mar de oportunidades en post de nuevos mundos.

Comprendí que perdemos demasiado tiempo en el punto negro en medio del folio en blanco, quejándonos de su tamaño, de sus afilados colmillos, de su capacidad de tragarse toda nuestra energía y recursos, cuando lo que necesitamos es integrarlo, hacerlo casi invisible, pintando su alrededor de colores, de mariposas azules, flamencos rosas, semillas de Campoamor, elefantes en la copa de un árbol, notas musicales, besos, corazones y picas acogidos entre bastos y oros, tornillos, metros y manos de carpintero, los mundos del mundo, valientes dispuestos a romper las profecías, enfermeros blogueros, mentores, comunidades de aprendizaje, barrios amables, encinas milenarias y peces que nadan a contracorriente.

Descubrí que si mi semana había sido agradable, fue porque la educación de los alumnos con los que paseé por los artales estaba reforzada por un AMPA comprometida con la formación de sus hijos; si conté de nuevo la historia de Marcos fue gracias a una asociación sin ánimo de lucro que entendió que podía sumar a su proyecto educativo; y si disfruto de mis jornadas radiofónicas canaleras, donde aprendo más que enseño, es por la confianza de un grupo de maestras que pudiendo estar en otros destinos más sencillos, más glamurosos, apostaron por la isla en el mar de plástico.

Fui a recoger un premio y recibí una gratificante cura de humildad, al entender que soy una isla que puede seguir plantando semillas porque hay gente, como los padres y madres de FAPACE, que tienen un plan, la estrategia y la habilidad de tejer hilos invisibles, como el hombre Tortuga, para unir islas solitarias, para dignificar, valorar, fortalecer, soñar, transformar y garantizar una Escuela Pública de todos y para todos, que nos haga compartir y donde aprendemos a vivir.

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